En una entrada que escribí hace un par de años explicaba por qué la mayor parte de la masa de la Tierra se encuentra en estado sólido y el planeta no es una gran bola de magma envuelta por una fina capa de roca, como mucha gente piensa. De hecho, hoy en día sabemos que el interior la Tierra está dividido en cuatro capas: una corteza y un manto rocosos y un núcleo metálico que tiene una parte líquida y otra sólida, compuesto principalmente por hierro y níquel.

Y, ahora, dos años después, me ha dado por responder a una incógnita que dejé sin responder en esa entrada en su momento: ¿cómo podemos saber de qué está compuesto el interior de la Tierra?

Bueno, pues supongo que alguien habrá cavado un agujero muy profundo y habrá recogido muestras, ¿no?

Pues no, voz cursiva, porque el agujero más profundo jamás excavado tiene poco más de 12 kilómetros de profundidad, así que está muy lejos de permitirnos acceder a las entrañas del planeta.

Entonces no entiendo cómo los científicos tienen la osadía de atraverse a afirmar de qué está hecho el interior de la Tierra si ni siquiera han estado ahí para…

Espera, espera, no te indignes aún, porque existen métodos que nos permiten deducir la composición de los objetos que están más allá de nuestro alcance. Por ejemplo, en la última entrada comenté cómo podemos saber qué elementos contiene una estrella a partir del análisis de su luz. En el caso la Tierra, obtenemos información sobre el interior del planeta gracias a los terremotos.

What?

Será mejor que empecemos por el principio.

Cuando golpeamos un objeto, el movimiento se transfiere a través de él en forma de ondas que se propagan a una velocidad que está determinada por las propiedades del material que lo compone. Por ejemplo, las ondas de presión que creamos con nuestras voces se propagan por el aire a una velocidad de 334 m/s (la llamada velocidad del sonido). Pero, cuidado, que esta cifra no se refiere a la velocidad a la que el aire sale de nuestros pulmones, sino a la velocidad con la que se propagan las perturbaciones que creamos entre las moléculas de gas.

Este mismo fenómeno también afecta a los objetos sólidos: si pegas un golpe a un trozo de acero, la perturbación provocada por el impacto se propagará por el metal a unos 6,1 km/s. En este vídeo a cámara lenta se puede ver este mismo efecto cuando una baqueta golpea un timbal.

Pero yo pensaba que el movimiento se transfería de manera instantánea por los objetos sólidos. 

Pues resulta que no es así, porque los enlaces entre los átomos de un sólido no son completamente rígidos, sino que tienen cierta elasticidad, de manera que cada átomo tarda un poco en transferir su movimiento al siguiente. De hecho, la velocidad de transmisión del movimiento a través de un material suele aumentar junto con su rigidez. Este es el motivo por el que “la velocidad del sonido” a través del diamante es de 12.000 m/s, de unos 3.450 m/s en la madera y ronda entre los 40 m/s y los 150 m/s por el caucho.

Y, claro, teniendo en cuenta estas velocidades tremendas y el tamaño de los objetos que manipulamos en nuestro día a día, no es de extrañar que a los seres humanos nos dé la impresión de que el movimiento se transfiere de manera instantánea a través de los sólidos. Pero la cosa cambia cuando hablamos de algo tan grande como un planeta.

La Tierra tiene un diámetro de 12.756 km, así que cualquier perturbación que se propague a través de su interior tardará un tiempo considerable en ir de un lugar a otro, incluso aunque lo haga a una velocidad de varios kilómetros por segundo. Por este motivo, se pueden descubrir muchas cosas sobre los materiales que hay dentro de nuestro planeta midiendo cuánto tiempo tarda el movimiento en propagarse a través de él… Aunque, para hacerlo, primero necesitamos una perturbación lo suficientemente intensa como para que pueda recorrer el planeta de punta a punta.

Y ahí es donde entran los terremotos.

La superficie terrestre no es la única afectada por la energía de los terremotos, que también generan ondas sísmicas que se propagan por el interior del planeta (igual que los golpes de la baqueta crean ondas a través de un timbal) y que pueden ser detectadas por la red de más de 10.000 estaciones sísmicas activas que hay repartidas por la superficie.

Como conocemos el tamaño de la Tierra, sabemos la distancia que separa cada una de las estaciones. Por tanto, midiendo cuánto tiempo tardan las ondas sísmicas en llegar hasta varias estaciones, se puede calcular la velocidad media a la que se han propagado las ondas y, por tanto, deducir algunas propiedades del material que han atravesado en su camino hasta cada estación, como su rigidez o su densidad.

 
De hecho, los datos reunidos hasta ahora sugieren que la densidad del interior del planeta cambia de la siguiente manera con la profundidad:

Como curiosidad adicional, ya a principios del siglo XIX se había podido estimar la masa de la Tierra teniendo en cuenta su influencia gravitatoria sobre la Luna de modo que, conociendo también el tamaño de nuestro planeta, se calculó que su densidad global debía rondar los 5.520 kg/. Como la densidad media de las rocas de la corteza es de unos 2.700 kg/m³, esto significaba que en el interior de la Tierra debía haber materiales mucho más densos que estaban aumentando la media.

En cualquier caso, gracias a este tipo de mediciones sabemos que el núcleo de la Tierra está compuesto por un material mucho más denso que la superficie o el manto.

Pero ahí no acaba la cosa.

Resulta que los terremotos producen dos tipos de ondas sísmicas, a las que los científicos llaman ondas principales (P) y secundarias (S). Las ondas principales son compresivas, de manera que recorren el interior de la Tierra igual que la voz recorre el aire, en forma de frentes de alta y baja presión tridimensionales. Si os suena raro dicho de esta manera, la siguiente animación es mucho más clara:

 

Las ondas secundarias, en cambio, son transversales, así que se propagan de manera perpendicular a la dirección de aplicación del esfuerzo. Como una imagen vale más que mil palabras, aquí tenéis otro vídeo, que es aún mejor:

 

Y resulta que estos dos tipos de onda se diferencian en un aspecto muy importante: las ondas principales se propagan a través de cualquier medio, pero las secundarias no pueden atravesar los líquidos. Como resultado, una estación sísmica podrá registrar las ondas P producidas por un terremoto en el extremo opuesto del planeta, pero no las ondas S. Este hecho permitió comprobar en 1971 que el núcleo sólido de la Tierra debía estar rodeado de una fase líquida que las ondas S no pueden cruzar, confirmando la hipótesis sugerida por la sismóloga Inge Lehmann en 1936.

Bueno, vale, el núcleo es más denso que el manto y está rodeado por una capa líquida. Pero, ¿qué tiene todo esto que ver con la composición química del interior de la Tierra?

Muy buena pregunta, voz cursiva. La ciencia no vive sólo de hipótesis: tarde o temprano tendrás que salir al campo para ver si las evidencias se ajustan a tus ideas.

Por un lado, a veces el magma arrastra hasta la superficie trozos de las paredes de los conductos volcánicos que ha recorrido. Como resultado, cuando el magma emerge a través de algún volcán y se solidifica, las rocas resultantes contienen inclusiones de un material muy distinto al resto (los llamados xenolitos). Y, si los conductos volcánicos tienen la profundidad suficiente, estos pedazos de material intruso pueden haber sido arrastrados directamente desde el manto terrestre.

Como es el caso de estos cristales de peridotita (verde) incrustados en una bomba volcánica. (Fuente)

Por si esto fuera poco, hay lugares del planeta donde las rocas del manto han sido expuestas al aire libre por la actividad tectónica. Estos es lo que ocurrió, por ejemplo, en el parque nacional de Gros Morne, en Canadá, donde se pueden encontrar placas de peridotita como esta:

(Fuente)

El análisis de este tipo de rocas ha permitido descubrir que el manto tiene una composición química ligeramente distinta a la corteza, con una proporción mayor de magnesio y hierro, pero menos silicio y aluminio. Dejando esto a un lado, estos descubrimientos apoyan la idea de que, al fin y al cabo, el manto es una capa rocosa.

Vale, pero, ¿y qué hay del núcleo? Seguro que no hay ninguna roca que haya ascendido hasta la superficie desde esa profundidad.

Y tienes razón, voz cursiva, no tenemos ninguna muestra de material sacada directamente del núcleo de la Tierra. Pero, aún así, lo más probable es que esté compuesto principalmente por hierro y níquel.

¿Y por qué precisamente hierro y níquel? ¿No podrían ser otros metales como, por ejemplo, el cobre? ¿O el platino? ¿O zinc?

Probablemente esos metales también están presentes en menor medida, pero hay dos motivos principales por los que pensamos que la mayor parte del núcleo está hecha de hierro y níquel.

Por un lado, sabemos que la acción de la gravedad tiende a hundir los materiales más densos hacia el fondo de cualquier mezcla de sustancias y, por otro, que el sistema solar se formó a partir de una nebulosa de gas y polvo hace unos 4.600 millones de años. O sea que, sea cual sea el material predominante en el núcleo de la Tierra, tenía que estar presente en esa nube de gas y polvo.

Por suerte, es relativamente fácil saber qué elementos abundaban en esa nube primigenia porque el material que no llegó a formar parte de los planetas sigue dando vueltas por el sistema solar en forma de pequeños asteroides que van cayendo de vez en cuando a la Tierra, convertidos en meteoritos. Y resulta que los metales más abundantes en los meteoritos son, con diferencia, el hierro y el níquel.

O sea, que la Tierra debió absorber una gran cantidad de hierro y níquel durante su formación y, debido a su mayor densidad, estos metales se hundieron hacia las profundidades del planeta y se acumularon en el núcleo. Por tanto, aunque no tengamos material del núcleo del planeta, sabemos que esta hipótesis no sólo explica muy bien por qué el núcleo de la Tierra es más denso que las otras capas rocosas, sino también el origen del campo magnético terrestre.

¡Pero la idea podría estar equivocada!

Por supuesto, pero de momento no hay ninguna otra que explique las observaciones de una manera precisa así que, hasta que no aparezcan otras evidencias que nos induzcan a pensar otra cosa, es la que mejor explica la realidad.

Así que nada, hasta aquí llega la entrada de hoy. Os dejo con la publicidad de siempre.

Ciencia de Sofá tiene un libro nuevo, “Las 4 fuerzas que rigen el universo“. En él hablo sobre cómo las cuatro fuerzas fundamentales dan forma a nuestro universo, su descubrimiento y su efecto sobre nuestras vidas. Por otro lado, el libro “viejo” (“El universo en una taza de café“) va por la tercera edición y ahora vuelvo a ofrecer suscripciones a la revista de National Geographic así que, si os interesa alguna de estas propuestas, podéis acceder a una entrada donde las explico con más detalle haciendo click sobre la siguiente imagen 🙂

Source : cienciadesofa.com