Unos científicos descienden a un lago de lava para proteger una ciudad congoleña al pie del volcán. Visita la caldera de un volcán activo de la mano del fotógrafo y aventurero Carsten Peter

 

El Nyiragongo aloja uno de los lagos de lava más grandes y menos estudiados del mundo, con más de 200 metros de diámetro y quizá varios kilómetros de profundidad. Dos veces el volcán ha arrojado roca fundida hacia la cercana ciudad de Goma.

 

Un miembro de la expedición camina por la lava solidificada del suelo de la caldera, roja por el resplandor del lago. «Aquí sientes el volcán –dice el fotógrafo Carsten Peter–. Es un rugido de baja frecuencia que retumba por todo tu cuerpo, es como estar dentro de un altavoz gigante.»

 

Los vendedores transportan troncos y carbón vegetal a lo largo de los 20 kilómetros que separan los bosques que rodean el volcán Nyiragongo de Goma. La ciudad continúa creciendo con la llegada de refugiados del este de la República Democrática del Congo, desgarrado por la guerra. Y el humo que escupe la montaña recuerda a sus habitantes la amenaza de una erupción.

 

Unos porteadores acarrearon hasta la cima la comida, el agua y el material de la expedición. Luego hubo que bajarlos a la caldera mediante poleas. La mayor amenaza eran los desprendimientos de rocas, según el volcanólogo Ken Sims, codirector del equipo junto al científico Dario Tedesco. «La caldera está continuamente desmoronándose hacia dentro», dice Sims.

 

¿Cuándo? esta es la pregunta que ha llevado a dos de los mejores expertos mundiales en volcanes al centro de África. Es la pregunta que inquieta a un equipo de sismólogos congoleños, y la que puede determinar el destino de casi un millón de personas. ¿Cuándo entrará en erupción el Nyiragongo?

Este volcán de más de 3.000 metros de altura domina el extremo oriental de la República Democrática del Congo. Es uno de los más activos del planeta y uno de los menos estudiados. La principal razón de esa falta de investigación es que durante los últimos 20 años el este del país ha vivido una guerra constante, inmerso también en las masacres derivadas de los conflictos étnicos en la vecina Ruanda. Una de las fuerzas más nu­­merosas que la ONU tiene desplegadas en el mundo, unos 20.000 soldados, mantiene actualmente una paz frágil que se rompe a menudo.

Al pie del volcán se extiende la ciudad de Goma, que crece día a día a medida que los campesinos acuden para refugiarse de las tropas rebeldes y gubernamentales. Se estima que un millón de personas se hacinan hoy en Goma. Dos veces en los últimos años las erupciones del Nyiragongo han enviado roca fundida en dirección a la ciudad. En 1977 la lava fluyó ladera abajo a más de 95 kilómetros por hora, la mayor velocidad observada hasta ahora. Murieron varios cientos de personas, aunque la colada se había solidificado antes de alcanzar el casco ur­­bano. En 2002, el volcán arrojó más de 11 millones de metros cúbicos de lava al centro de Goma, donde destruyó 14.000 viviendas, sepultó la base de los edificios hasta el primer piso y obligó a huir a 350.000 personas. Las dos erupciones fue­ron simples gruñidos, comparados con la furia que el Nyiragongo es capaz de desencadenar.

Parte de la labor de Dario Tedesco consiste en prever esa posibilidad. Durante gran parte de los últimos 15 años, el volcanólogo italiano se ha esforzado por concentrar la atención de la comunidad científica en el Nyiragongo. Según Tedesco, no hay ninguna duda de que el volcán volverá a entrar en erupción, y existe la posibilidad de que transforme Goma en una moderna Pompeya. «Es la ciudad más peligrosa del mundo», advierte.

El pasado julio, Tedesco viajó al Nyiragongo con el volcanólogo estadounidense Ken Sims, un equipo de jóvenes científicos y un grupo de apoyo compuesto entre otros por seis guardias armados con Kaláshnikov. Querían evaluar el estado de la montaña, estudiar sus rocas y tomar muestras de sus gases para descifrar el comportamiento del volcán. Confiaban en transformar la pregunta («¿cuándo?») en el esbozo de una respuesta.

 Llegar al borde del cráter fue sencillo: Sims y Tedesco sólo tuvieron que seguir la lava. Las erupciones recientes no fueron las clásicas plinianas, en las que el volcán estalla por arriba, sino fisurales, como cuando una tubería se agrieta. En 2002 la rotura se produjo un centenar de metros por debajo de la cima, de 3.470 metros de altitud. El Nyiragongo tiene un complejo sistema de «tuberías», diseminado como las raíces de un árbol. Cuando se abrió la primera fisura, la presión abrió chimeneas por todo el sistema que empezaron a escupir roca fundida, incluso en el centro de la ciudad. Así pues, el riesgo no sólo está cerca de Goma, sino debajo mismo.
 

La lava avanzó como una apisonadora por bosques y zonas pobladas. Parecía una autopista de diez carriles que bajara por la ladera de la montaña y atravesara la ciudad. Aunque es probable que la próxima erupción siga una ruta si­­milar, la gente ha construido miles de viviendas (chozas de tablones de eucalipto y techos de chapa metálica) encima de la última colada. Y por si Goma no tuviera bastantes motivos de preocupación, el cercano lago Kivu, de 2.500 kilómetros cuadrados, contiene una elevada concentración subacuática de dióxido de carbono y metano. Teóricamente, una erupción importante podría liberar los gases y envolver la ciudad en una mortífera nube tóxica de la que no escaparía nadie.

Tras un día de marcha, Sims y Tedesco llegaron al borde del cráter, desnudo y azotado por el viento. Una fila de porteadores llevaba el equipo de acampada y escalada, el instrumental científico, los víveres y el agua. Las paredes orladas de cornisas, susceptibles de desmoronamientos, caían medio kilómetro a un vasto suelo plano, de lava negra solidificada. En medio, en el interior de un gigantesco cono de escorias con forma de sopera, había algo extraordinario: un lago de lava.

El lago tenía 200 metros de diámetro, era uno de los más grandes del mundo, y poseía una superficie caleidoscópica fascinante: placas ne­­gras, cuyos bordes eran zigzagueantes grietas anaranjadas, se movían y deslizaban con vio­lencia. El lago rugía como un reactor al despegar y emitía un denso penacho blanco de decenas de gases mortíferos. «Toda la tabla periódica se agita ahí dentro», dijo Sims.

Incluso desde el borde los científicos podían sentir el calor. La lava, a 980 °C, estallaba en géiseres de color naranja eléctrico, varios por minuto, que alcanzaban 10, 20 o 30 metros de altura y se desintegraban en arcos evanescentes de roca líquida, cuyo tono anaranjado se transformaba en negro a medida que se enfriaba aún en el aire. El lago parecía respirar, expandiéndose y contrayéndose, subiendo y bajando, con un nivel superficial que sufría variaciones de más de un metro en cuestión de minutos. La escena era espectacular y aterradora a la vez.

Sims estaba impresionado. «Allí es donde de verdad me gustaría tomar muestras», dijo tras un largo silencio, señalando el lago.

Sims, entusiasta escalador y antiguo guía profesional de montaña, tiene 50 años. Es profesor en la Universidad de Wyoming y vive en Laramie con su mujer y sus dos hijos. No le gustan las ciudades ni las aglomeraciones y no tiene televisor en casa. La volcanología nunca ha sido una profesión segura; más de 20 científicos han muerto en un volcán en los últimos 30 años. Sims tiene una cicatriz en el brazo derecho; se la hizo en el Etna, en Sicilia, al fundírsele la camisa con la piel. Es un hombre tranquilo y analítico.

Tedesco, de 51 años, es un espíritu fogoso y le gusta vestir a la moda. Tiene poca experiencia como escalador y es un gastrónomo impenitente. A la expedición al Nyiragongo, donde cada gramo de carga era objeto de consideración, llevó una botella grande de aceite de oliva virgen extra. Vive en las afueras de Roma con su mujer, una hija adolescente, cinco gatos y tres perros, y es profesor de la Segunda Universidad de Nápoles. Cuando habla del Nyiragongo, abandona toda pretensión de desapego académico. «No es ningún secreto que estoy enamorado de Goma –dice–. Mi mayor miedo es cometer un gran error, y no predecir una erupción.»

Sims encabezó el descenso al cráter, anclando las cuerdas y deslizándose pared abajo. El Nyiragongo se encuentra en el Gran Rift Valley, donde la placa continental Africana se está dividiendo en dos y hay constantes microseísmos que sacuden el volcán. Todo el tiempo caían guijarros por las paredes, y rocas del tamaño de una casa se balanceaban como una dentadura floja. La montaña parecía a punto de desmoronarse.

El equipo acampó en una cornisa ancha, unos 250 metros por debajo del borde y un centenar de metros por encima del lago rugiente. La cornisa estaba cubierta por una ceniza pesada, llamada tefra, y salpicada de finas hebras de lava conocidas como cabellos de Pele.

Cada día el lago de lava emite alrededor de 6.300 toneladas de dióxido de azufre, el principal componente de la lluvia ácida. Es un volumen superior a las emisiones de todos los coches y todas las fábricas de Estados Unidos. «Básicamente, es una gran chimenea», dijo Tedesco. El ambiente era tóxico, con el aire cargado de partículas ácidas y metálicas en suspensión. Las gotas de lluvia crepitaban al caer en las fumarolas. Las máscaras de gas estaban calientes. En pocos días, las cremalleras empezaron a corroerse, y las lentes de las cámaras, a desintegrarse. Sims distribuía pastillas para la garganta.

En la cornisa, Tedesco y Sims empezaron a trabajar con el laboratorio de campo que habían llevado consigo. Una caja azul almohadillada contenía lo que Tedesco llamaba el «olfateador de gases», que medía el metano y el dióxido y monóxido de carbono. Un RAD7 del tamaño de una caja de zapatos medía el radón. Con una bomba de vacío, alojada en una caja de municiones oxidada, atrapaban la columna de humo de una fumarola.

¿Por qué medir los gases? Porque los volcanes son máquinas que funcionan a gas. Muchas veces una erupción va precedida de un aumento en la emisión de gases o por una variación de su composición química.

Sims utiliza lo que podríamos llamar relojes radiactivos para descifrar los procesos volcánicos, para lo cual mide y compara dos isótopos del radón. Efectuando el seguimiento del cociente entre ambos a lo largo del tiempo, puede de­­terminar cuánto ha tardado el gas en llegar a la superficie y obtener información acerca de las características químicas, térmicas y mecánicas de las rocas que ha atravesado. Pero sólo los es­­tudios a largo plazo pueden definir qué tipo de fluctuaciones gaseosas son motivo de alarma y cuáles forman parte de los ciclos normales del volcán. Hasta que los mejores científicos no visiten el volcán de forma periódica, lo mejor que se puede hacer es llevar un registro preciso de todos los movimientos del Nyiragongo.

La tarea corresponde al Observatorio Volcánico de Goma, situado en un destartalado edificio de una sola planta en el centro de la ciudad y abierto las 24 horas del día. Katcho Karume, doctor en física medioambiental, es el director general del observatorio. «La sismología está en el fondo de lo que hacemos», dice. Los enjambres sísmicos suelen ser, aunque no siempre, una se­­ñal de que se prepara una erupción. Pero desgraciadamente muchas de las estaciones sísmicas que el observatorio tenía en las faldas del Nyiragongo fueron saqueadas durante las guerras. «¡Buscaban pilas!», dice Karume.

«Casi no duermo –confiesa Karume–. Un mi­­llón de personas depende de nosotros.» Sin equipos modernos, que podrían costar un millón y medio de euros (una suma astronómica para uno de los países más pobres del mundo), quizá no sea posible hacer un pronóstico exacto. ¿Pero qué pasaría incluso si el observatorio tuviera los medios para predecir una erupción?

«Hay un plan de emergencia», insiste Feller Lutaichirwa, vicegobernador de la provincia de Kivu del Norte. Dice que en diferentes puntos de la ciudad hay banderines de advertencia que señalan el nivel de riesgo de erupción, desde el verde, que indica peligro bajo, hasta el rojo, que significa erupción inminente.

Otros lo contradicen. «No hay ningún plan –sostiene el periodista Horeb Bulambo–. Y los banderines son viejos.» Tenía razón. En la mayoría de las estaciones que vi, los banderines ya estaban desteñidos y se habían vuelto blancos. Esteban Sacco, hace poco encargado de la oficina de asuntos humanitarios de Naciones Unidas en Goma, señaló que sólo una de las carreteras que salen de la ciudad conduce en dirección opuesta al volcán. «En dos horas toda la ciudad sería un gran atasco –dijo–. Podemos imaginar lo peor.»

Mientras tanto, la gente sigue viviendo sobre la lava. «Vi la erupción de 1977 y la de 2002», dice Ignace Madingo, secretario administrativo del distrito de la ciudad más próximo al volcán. Las dos veces huyó con su familia, y las dos perdió su vivienda. «Murió mucha gente de esta zona –recuerda–. La lava los convirtió en piedra. No se lo puede imaginar. Nunca los volvimos a ver. No dejaron ni rastro.» Ahora su parcela es un montón de rocas volcánicas de aristas afiladas. «Sabemos que la montaña volverá a estallar. Volverá a llegar la lava. Nuestras casas se quemarán. Y después, las construiremos una vez más.»

Para prevenir una catástrofe es necesario conocer más a fondo el Nyiragongo, opina Sims. Para empezar, una fuente crucial de información es lo que se conoce como «muestra de edad cero», es decir, un trozo de lava recién sacado del lago. Sería la piedra de Rosetta del Nyiragongo, la pieza que podría revelar la historia de la montaña, al permitir una datación exacta de las de­­más rocas. «En último término, podría llevarnos a una mejor predicción de las erupciones», dijo Sims. El volcanólogo quería ese trozo de lava, pero sabía que recogerlo era peligroso, y le costó tomar una decisión. Consideró con inquietud las bombas de lava y los desprendimientos, y pensó en su familia. Jamás habría permitido que uno de sus estudiantes arriesgara la vida para conseguir la muestra. Pero se daba cuenta de que él era una de las pocas personas con experiencia en escalada y el conocimiento científico necesario para lograr exactamente lo que quería.

Así pues, bajó en rápel a las entrañas del volcán. De pie en el suelo del cráter, no podía ver el lago, ya que estaba dentro del cono de lava solidificada, pero oía el siseo de los gases y olía el humo acre. Se puso un traje térmico plateado, como un guante de horno gigante, tan rígido que no podía agacharse para atarse los zapatos.

Al acercarse al cono de escorias, la lava crujió bajo sus pies como cáscaras de huevo. El borde estaba a 10 metros de altura, y la pared era casi vertical. Empezó a escalarla, estirándose en busca de agarres para las manos y los pies, empapado en sudor. Cuando estaba a tres metros del borde, sus colegas empezaron a describirle por radio el nivel de la lava, los puntos donde estallaba y los lugares por donde se derramaba. Las condiciones cambiaban de minuto en minuto. Le quedaban dos metros. Luego, uno. De pronto perdió pie y olió a goma quemada; bajó la mirada y vio que la bota se le estaba fundiendo.

Pero siguió adelante. Se asomó por encima del borde, y por un momento estuvo cara a cara con la lava hirviente. Fue más que ciencia. Fue algo personal, la culminación de una vida de exploración, aventura y curiosidad. Por la radio, la emoción de su voz era palpable. «¡Asombroso, increíble! ¡Nunca volveré a ver nada igual!»

Al cabo de unos segundos se retiró. Como no llevaba martillo, partió de un puñetazo un trozo de lava fresca. Era de un negro brillante e iridiscente, y estaba tan caliente, que incluso con los guantes térmicos tenía que pasárselo inmediatamente de una mano a otra. ¡Pero tenía la muestra de edad cero! Después de atravesar una zona en guerra, subir una montaña, bajar a un cráter y escalar hasta el borde de un lago de lava, la tenía. Por fin la ciencia podía comenzar.

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Viajar a Ruanda – Nyiragongo y Gorilas

Source : National Geographic
Credits Photos : Carsten Peter